Usain Bolt es un niño de mamá, un vago hiperactivo con escoliosis cuya vida, si pudiera resumirse en el título de una película, sería algo así como: chicas, coches, cama, baile y juegos de vídeo.
Y una pizca de velocidad, claro, porque Bolt, jamaicano de pueblo, de 27 años, es el hombre más rápido de la historia, “más rápido que un relámpago”, precisa el título de su autobiografía, recién publicada en inglés, y, como a él le gusta repetir, una leyenda viviente con un lema: “Corre mucho, diviértete y vive deprisa”. “Y sé respetuoso y educado”, añade a menudo, recordando en cada palabra los golpes que con el cinturón le daba su padre en el culo cuando se pasaba de trasto.
Una madrugada de primavera de 2009, bajo un diluvio que empezó a caer sin avisar, Bolt perdió a 130 kilómetros por hora el control de su BMW, que acabó destrozado en una zanja después de varias vueltas de campana. Unos días más tarde, Bolt, que ya era triple campeón olímpico y recordman mundial, se compró una Biblia y empezó a leerla, pensando que si no se había matado, ni él, ni las dos chicas que le acompañaban, era porque Dios tenía un designio para él, al que tanto talento le había regalado.
Días después del despertar místico, lo que sintió fue verdadero miedo. Como conducía descalzo, la peor consecuencia del accidente fueron las espinas como garfios de la vegetación en la que aterrizó su coche que se clavaron profundas en sus pies. Para extraerlas sin dolor, el cirujano le aplicó anestesia epidural. En su libro, Bolt reconoce que lo que más le preocupó de la intervención no fue el miedo a que las plantas de sus pies quedaran afectadas para siempre, sino lo mucho, largas horas, que tardó su pene en recuperarse de los efectos de la anestesia. Las piernas y los pies ya habían recuperado su sensibilidad pero el pene, el último en despertar, seguía dormido, y Bolt llegó a temer que se le quedara dormido para siempre.
Habría sido una tragedia para un joven que solo un par de años antes lamentaba no haber seguido los consejos de una profesora que le aconsejó que estudiara español para viajar por el mundo. “Y yo le respondí que no, que ni loco, que odiaba el español. Y unos años después lo lamenté”, escribe Bolt. “Muchas veces me he cruzado con chicas españolas y la mayoría eran guapas de verdad. Mi único problema era que no podía hablar con ellas porque no hablaba español. ‘Miss Jackson tenía razón’, pensé. Después me compré el programa informático Piedra Rosetta para aprender algunas frases para ligar. La verdad es que no le saqué mucho provecho, pero sí lo suficiente para saber que cualquier cosa suena romántica en francés o en español, pero el alemán es otra historia”.
Eso fue antes, por supuesto, de que Usain Bolt pasara de ser simplemente un atleta muy rápido a convertirse, varias medallas de oro olímpicas y mundiales más tarde, y varios récords, en una marca global, un artista que trascendía las fronteras del atletismo. Cuando se convirtió en una estrella, ya no necesitaba ni hablar inglés para ligar. “Las chicas se tiraban a mí literalmente, podía elegir cada noche a la que quisiera. Ir a una fiesta era para mí como para un niño entrar en una tienda de caramelos”. Y cuando su entrenador, “y segundo padre”, Glenn Mills, le dijo que para ser campeón debería dejarse de fiestas y sexo, Bolt le contestó que antes se suicidaba. “Nunca renunciaré a las fiestas. El baile es mi válvula de escape. No quiero que me roben la alegría”, escribe Bolt. “Tengo que divertirme para mantenerme cuerdo”.
A las grandes citas, Juegos y Mundiales, en las que rinde como nadie porque es lo único que le pone, llega Bolt más fuerte física y psicológicamente que todos sus rivales. Le motivan los fanfarrones, los norteamericanos Gay o Gatlin, que le lanzan desafíos extemporáneos y llega relajado a las grandes competiciones, mientras a sus rivales les derrota la tensión o el estrés. Esto fue así hasta el Mundial de Daegu 2011, al que llegó dominado por las dudas. Se había tomado 2010 como año sabático y en 2011 sufrió más que ningún año problemas en la espalda, dolores que influyeron en sus salidas. Llegó a Daegu obsesionado por el miedo a una mala salida, víctima de una ansiedad que se materializó, según relata, en una voz interior que, “un latido antes del bang de la pistola”, le susurró. “¡Go! ¡Corre!”. Así narra Bolt el punto más bajo de su carrera deportiva, la salida nula en la final de los 100 metros de Daegu.
Del mal momento se recuperó con más sesiones de trabajo durísimo —“me podía meter los dedos en la boca y forzar el vómito después de series terribles: eso me aliviaba la náusea, pero no el dolor del ácido láctico en las piernas”—, tres oros olímpicos más en Londres, una lección de humildad a Yohan Blake y dos broncas más de Mills, que le acusó de “amateur” por desaprovechar la oportunidad de batir el récord del mundo en las finales londinenses de los 100 y los 200 metros.
Al final del libro, Bolt reconoce que encontrar motivación para atravesar los años hasta Río 2016, donde ya tendrá 30, es el mayor problema con el que se enfrenta. Pero piensa en un objetivo alcanzable y magnífico: bajar de los 19s en los 200m. Aunque fuera un 18,99s. “Pero si no llego bien a 2016, me haré futbolista. Creo que podría sumar algo en un equipo profesional en Inglaterra. Hay muchos extremos en la Premier League que no valen un pimiento, que no saben ni centrar. Yo puedo pillar pases largos, regatear en velocidad a unos cuantos defensas y crear una ocasión de gol. No digo que sea un Cristiano Ronaldo, pero soy un tipo rápido con habilidad. Imaginen lo que podría conseguir con un poco de práctica…”.