Todo empezó con un simple dolor de muñeca en el 2002 . Sergio Gabaldoni tenía la vida por delante: deportista, estudiante y un futuro promisorio hacían que este joven disfrute la vida con optimismo. Parecía un esguince producto de los entrenamientos de golf, los cuales se iniciaban a tempranas horas, antes de ir al colegio. Quizá se trataba de eso, un dolor que con los días iba a desaparecer.
Pese a la molestia, jugaba los torneos como solo él sabía hacerlo. Comenzaba a destacar. Así llegaron las primeras notas en televisión. El joven del futuro perfecto sabía que la fama no tardaría en seducirlo. A los 15 años, los elogios de la prensa especializada llegaban uno tras otro. Pero el dolor estaba presente. Tanto molestaba que se negó a jugar un partido amistoso. “No puedo”, dijo. Se hizo un chequeo. La radiografía no encontró nada. Rosario Gabaldoni, madre de Sergio, sugirió que enyesen a su hijo, quien estaba más preocupado pensando en el próximo torneo, precisamente cuando era el número uno del ránking nacional.
Una noche, así porque sí, perdió la vista de un ojo. El chico de sonrisa agradable hizo una mueca de fastidio, aterrado. No podía ser cierto. Algo andaba mal. Un oculista revisó su estado. Sus pupilas no seguían el movimiento de su mano. Le recomendaron ver al doctor Raúl Cordero, oftalmólgo y oncólogo. De la noche a la mañana la luz se hizo tinieblas.
Llegó la fiebre, el cuerpo de Sergio se transformó, se descompuso. Aquel mozo atlético al que muchos ya veían jugando golf en las ligas mayores, dejó de soñar. “Mamá, me estoy muriendo”, dijo, sollozando. Hubo junta de médicos.
Las sospechas se transformaron en una terrible realidad: Leucemia agresiva. “Dios, no puedo creerlo. A mi hijo no”, se golpeaba la cabeza Rosario al ver postrado a su adoración. Los cambios se sucedían. El joven Gabaldoni perdió la visión total. Un nuevo análisis fue contundente: ‘Leucemia linfoblástica aguda con células T’.
Los mejores especialistas del país tomaron cartas en el asunto. Uno de ellos recomendó a la familia llevarlo al Rebagliati. Pronto empezaron las sesiones de quimioterapia. Felizmente recuperó parcialmente la vista. Fue una luz en la oscuridad.
Había que hacer urgente un transplante de médula. Empezó la búsqueda de un donante. De Cuba dijeron que podían hacer la operación, pero los Gabaldoni debían conseguir la médula, algo casi imposible. Un médico amigo sugirió trasladarlo al M.D. Anderson Center, para el Cáncer, en Houston. Volvió la esperanza. Sin embargo, había que esperar el estado de remisión (que es cuando la enfermedad cede un poco) para el traslado.
En esas estaban cuando a la familia le cayó otro mazazo. “No pasa de fin de año”, les confirmó una eminencia. Necesitaba hacerse el transplante. Ni familiares ni amigos eran compatibles. La vida se le iba. Los padres tomaron contacto con gente de todo el mundo: España, Chile, Cuba, Canadá. Nadie respondía. “Jesús, ayúdame”, se repetía una y mil veces Rosario.
Llegó un momento en el que nadie quiso asumir el caso. Era muy complicado. Nadie lo quería recibir. Todos lo daban por perdido. Todos menos sus padres. Sergio se sintió triste, desamparado. La madre le decía que no estaba solo, que harían lo que sea. El 12 de diciembre viajaron a Houston. Era el todo o nada. La cita fue con el doctor Ka Wah Chan –una eminencia en la materia– en uno de los mejores centros de lucha contra el cáncer en todo el planeta. El diagnóstico cayó como una puñalada: Paciente desahuciado.
En Houston todo fue terrible. Chequeos, análisis, complicaciones, juntas médicas. Un verdadero calvario. La familia se hospedó en la casa Ronald McDonalds, un albergue temporal para familiares de personas que padecen cáncer. Allí encontraron apoyo de otras familias provenientes de todo el mundo. Una tarde llevaron a Sergio a pasear, para que respire un poco de aire fresco. El tour resultó fatal. Cuando regresaron al hospital había desarrollado una infección, y al ser revisado se encontraba en plena septicemia.
A la de Dios
No había cómo aguantar tanto dolor. La madre, desesperada, confiesa que le encomendó su hijo a Dios: “Señor, prefiero que te lo lleves a que sufra de esta manera”. Sergio había bajado más de 30 kilos, no podía ni pasar saliva. Parecía el último aliento. Por esos días el doctor Antonio Carrasco, quien lo había tratado en Lima, realizaba una pasantía en el M.D. Anderson. Estaba pendiente del caso de Sergio e insistía en él, pese a su condición de invitado. Una de estas gestiones dio sus frutos.
Al paciente peruano le ofrecieron participar en un programa de transplante con expansión de células madre. Una de las doctoras del hospital trabajaba en dicho proyecto. El padre de Sergio aceptó e inmediatamente se acudió a un banco de cordones umbilicales. Faltaba el donante. Empezó la búsqueda de uno pero nadie respondía. Pasaban las horas. “Por favor, es la última esperanza”, rezaba la familia. A los cuatro días sonó el teléfono.
La respuesta llegaba desde Milán. Medio Houston quería ir al aeropuerto para recibir al médico que traía el cordón. Tras una última quimioterapia, Sergio recibió el transplante y volvió a nacer. La recuperación fue lenta. Semana a semana, día a día, gramo a gramo. Casi seis meses después se mudó a un departamento con su madre. Su padre lo dejó todo en Perú para vivir con su hijo. Hoy luce saludable. Retomó sus estudios, y mientras recupera el tiempo perdido –la pesadilla duró dos años– sigue sus chequeos en el Centro Anderson. A veces regresa al hospital solo para alentar a quienes padecen lo que él vivió. Su sola presencia allí es una prueba de que los milagros existen.
Ha vuelto a jugar golf. Lo patrocina un club de Houston y una fundación le dio una beca para que estudie donde quiera por su espíritu luchador. Jack Nicklaus –leyenda del golf en USA– lo felicitó por su fuerza en una cena pro fondos en la que dio testimonio de su lucha contra el cáncer. Mamá Rosario y papá Jaime desean que la gente crea. Y que muchos tengan la oportunidad de salvarse con las células madre, como lo hizo Sergio. La fe es lo último que se pierde, afirman. ¿Alguien puede dudarlo?