Hang Mioku, la mujer que se inyectó aceite de cocina porque era una adicta a la cirugía, era una verdadera preciosidad oriental. Vamos, que si la hubiese conocido sería una de mis musas.
Me pregunto quién la llamó fea alguna vez o quién la dejó tan sola para hacer una barbaridad así. Soy joven y aún tengo pesadillas, así que prefiero recordar la figura previa.
El caso es que el de Mioku no es el primer suceso de este estilo, hasta el punto de que podríamos decir que ha tenido suerte de no morir con una de esas inyecciones.
Ya os he dicho que amo profundamente la información internacional, así que os cuento. En agosto del año pasado un travesti colombiano falleció después de inyectarse aceite de freír en los glúteos.
Pero conozco un caso peor. Dos meses antes, una prostituta argentina de 22 años murió tras intentar aumentar sus pechos, nada más y nada menos, que con aceite para aviones.
Por último, tengo debilidad por el caso del culturista Greg Valentino, que se metió Sintol en los bíceps (parecen una pelota de verdad) hasta tal punto de que, por lo visto, un día le estallaron los brazos