Un corresponsal extranjero nombró al director de la revista ‘Caretas’ como el «último gran bohemio», escribe el autor.
Como ha sido el caso con muchos grandes de la profesión, Enrique Zileri Gibson fue un periodista enteramente autodidacta, cuya curiosidad sempiterna y múltiple lo tuvo explorando territorios nuevos la vida entera.
Su Twitter inaugural, un cauteloso “Lobo estepario ingresa gateando al twiteo” fue escrito cuando ya llevaba bien pasados los ochenta años.
A diferencia de otros, Zileri no buscó conscientemente el periodismo, sino fue el periodismo el que lo buscó y una vez que lo encontró le enlistó a servir de vida durante seis décadas que formaron una de las trayectorias más variadas, valerosas, ilustres y, además, divertidas en el periodismo de la segunda mitad del siglo XX.
Caretas, la revista fundada por su madre, Doris Gibson, junto con Francisco Igartua, en 1950, cubrió con profundidad y hambre insaciable de primicias los acontecimientos más fuertes, frecuentemente trágicos, de la historia peruana contemporánea.
Zileri no buscó conscientemente el periodismo, sino fue el periodismo el que lo buscó
Pero lo hizo casi siempre con un añadido, muchas veces sustancial, de ironía y humor, especialmente cuando fue la propia revista la que sufrió clausuras, amenazas, intervenciones a la fuerza. O cuando su director, Zileri, fue perseguido, arrestado, deportado, forzado a huelgas de hambre (particularmente expresivas y espoleadoras de la imaginación en el caso de un sibarita, como fue Zileri), o prevenido por una venal orden judicial de mencionar siquiera el nombre del espía en jefe del expresidente Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos.
Durante el gobierno militar de 1968-1980, Caretas fue intervenida y clausurada no menos de seis veces. Zileri se mantuvo en la clandestinidad un tiempo y fue deportado dos veces, a Portugal y, con saña, a la Argentina de la guerra sucia en 1976.
Antes, durante la dictadura de Manuel Odría, entre 1948 y 1956, la entonces joven revista sufrió también clausura y persecución.
Luego, a lo largo de la autocracia de Fujimori, Caretas y Zileri no solo fueron conminados judicialmente a no publicar nada sobre el hoy encarcelado jefe de espionaje Vladimiro Montesinos, sino sometidos a una constante presión tributaria y un embargo publicitario (estatal y corporativo en armónica complicidad), que mantuvo a la revista en una precariedad permanente.
La respuesta de Caretas fue en casi todos los casos de una ironía que desarmaba y a la par enfurecía las prepotencias del poder. Pese a que, especialmente durante los años de la guerra interna contra Sendero Luminoso, a partir de 1980, hubo muchas portadas desgarradoras, trágicas, sombrías, las que más han quedado en la memoria colectiva son las de respuestas humorísticas a matonerías desaforadas.
Las célebres “Mamita, Artola” (la expresión limeña de un miedo fingido al prepotente ministro del Interior del Gobierno militar de Velasco Alvarado); “Pálidos pero serenos” (un perrito blanco de juguete saluda inocente a los lectores, al reabrir luego de una clausura del gobierno militar) o “¡Pardiez, la Policía!” (un policía entra de volantín a la revista luego de romper la puerta a patadas), son las portadas paradigmáticas de la revista, las que quedaron marcadas en la memoria de los peruanos y construyeron la expectante lealtad de dos generaciones de lectores con Caretas.
Una parte importante del espíritu burlón, osado, sensible, epicúreo pero de carácter formidable de la revista fue impreso por su fundadora, Doris Gibson, madre de Enrique y mujer extraordinaria en el más amplio sentido del término, que incluía un carácter no solo fuerte sino eventualmente temible.
Enrique fue hijo único (nació en 1931) del matrimonio entre una jovencísima y bella Doris con el diplomático argentino Manlio Zileri. El matrimonio no duró mucho, el diplomático dejó el país, y Enrique Zileri solo vio una vez a su padre durante el paso fugaz de este por Lima durante la Segunda Guerra.
A su turno, “… Doris era de las que cortaban el cordón umbilical muy rápido. No era la mamacita que te da tu sopita, no”, dijo Zileri en una entrevista reciente con el periodista Óscar Miranda, “un niño que crece sin padre y lejos de su madre se hace independiente, pero también solitario”.
Una infancia y adolescencia que pasaron en diversos colegios e internados, en Perú, Chile y Estados Unidos, marcaron al “lobo estepario” del Twitter tardío, pero también la curiosidad, el sentido de aventura, la disposición a perderse en viajes, exploraciones y aventuras.
Luego de un comienzo como creativo publicitario, Zileri se lanzó en otro viaje sin destino a Europa y envió a Caretas, a mediados de los cincuenta, una crónica quizá premonitoria sobre una corrida de San Fermín en Pamplona, que fue su primera nota periodística publicada, antes que la necesidad de mantener viva a la revista lo sacara para siempre del vagabundaje (que nunca dejó de añorar) y lo llevara a asumir primero la subdirección y luego la dirección de la revista.
Cuando, después de los cierres y destierros de los años setenta, Perú pasó a la precaria democracia de los ochenta, Caretas, bajo la conducción de Zileri, vivió, en cuanto a la producción periodística, sus años estelares.
La revista introdujo y lideró el periodismo de investigación en Perú y, tanto en la cobertura de la guerra interna como en la del narcotráfico y la corrupción, publicó una primicia informativa tras otra, que entonces contaron lo que realmente sucedía en el país y ahora son una fuente indispensable de referencia.
Uno de los talentos de Zileri como director fue su capacidad de reunir talentos dispares que a través de una dialéctica siempre intensa y a veces lindante con lo surreal, funcionaba semana a semana en producir ediciones impactantes luego de maratónicos cierres de edición en los que no era infrecuente trabajar 36 horas, o más, de un tirón.
Antes, después o durante esos lapsos se pasaba de la galera de forzados a la mesa de hedonistas, y de las tormentas decibélicas —en las que un ostentóreo Zileri demostraba que en la ópera había perdido un gran tenor dramático—, a la conversación más divertida cuando el director exigente y temible volvía a ser el adolescente perpetuo, de curiosidad insaciable, alegría de vivir y empatía con quienes compartían los azares, fatigas y descubrimientos de la vida en Caretas.
En el trabajo cotidiano, Zileri desplegaba una diversidad renacentista: desde diagramador y editor gráfico, hasta editor de contenidos y, sobre todo, insuperable a la hora de definir la foto y el título de la portada.
Como director, su talento periodístico y ambición por la primicia, junto con su probada valentía, acicateaban por logros mayores a la vez que enseñaban a los periodistas que trabajaban en el fermento sin pausa de Caretas, donde lo único que no sucedía era el aburrimiento.
Zileri fue director de Caretas hasta el año 2007, cuando traspasó la dirección a su hijo Marco y asumió la presidencia del directorio.
Enrique murió en las últimas horas de la noche del domingo pasado, a los 83 años.
Fue no solo el más exigente director sino el maestro, mentor y amigo de muchos de quienes trabajaron con él, como quien firma con gran tristeza estas líneas. Un corresponsal gringo lo llamó “el último gran bohemio” del periodismo. Habrá otros bohemios; un genio como él, lo dudo.