Uno de los mejores momentos de la inolvidable campaña electoral de 2008 ocurrió el 28 de enero en la American University, en las afueras de Washington, cuando el desaparecido senador Edward Kennedy, rodeado de los más rutilantes miembros de la familia, entre ellos Caroline Kennedy, la hija de John F. Kennedy, entregó testimonialmente la antorcha prendida por el presidente asesinado a un joven afroamericano a quien la historia le abría en ese momento las puertas de par en par. “Es la hora de una nueva generación, es la hora de Barack Obama”, dijo quien entonces era el último depositario de una riquísima herencia.
Obama había llegado a la política norteamericana para extender la leyenda nacida hace 50 años en Dallas. Sus comparaciones con Kennedy, antes y después de esa ceremonia en la American University, han sido constantes. Es labor de los historiadores sopesar la obra de cada cual, una vez que concluya la del actual presidente, y decidir cuáles son sus semejanzas y cuál tuvo mayor impacto. Lo que hoy puede decirse es que, en un oficio y en un país en el que valor de los símbolos excede con frecuencia al de los hechos, el presidente Kennedy y el presidente Obama, como hitos que marcan la renovación generacional y anímica de una nación, compartirán un lugar estelar en la memoria de Estados Unidos.
Es imposible saber si el peso de esa responsabilidad histórica, si la carga de la comparación con Kennedy, estaba en la mente de Obama este miércoles cuando se inclinó ante la llama perenne de la tumba del presidente en el cementerio de Arlington. Pero es indudable que la sombra de Kennedy, que ayudó a llevar a Obama hasta la Casa Blanca, ha sido después un fantasma que juzga implacable desde su eterna inmunidad la lucha dolorosa del nuevo presidente con la dura realidad. Mucho más hoy, cuando Obama sufre el castigo de la impopularidad.
La grandeza de Kennedy –será discutible su gestión, pero no su dimensión histórica- ha disminuido ya a muchos de sus sucesores, empezando por el más inmediato, Lyndon Johnson, a quien le ha costado décadas que su país le reconozca sólo parcialmente su enorme contribución a la justicia social y la igualdad de oportunidades, y terminando por el último demócrata antes de Obama, Bill Clinton, igualmente, en su día, un joven que se prestó a la comparación con Kennedy para heredar simpatías y definir su misión.
Clinton ha estado con Obama en Arlington. Ambos son, probablemente, lo más kennedyano que ha producido este país en el último medio siglo. Pero, mientras el parecido de Clinton es algo artificial, forzado, claramente exigido por el guión de la política y las elecciones, en el caso de Obama la comparación está justificada por el papel transformador de sus respectivas presidencias: Kennedy como el hombre más joven y el primer católico en asumir el cargo, Obama, como el primer negro.
De todo lo que Kennedy y Obama tienen en común, lo más significativo probablemente es el valor para movilizar a sus respectivas generaciones. Uno con la bandera de los derechos civiles, otro con la de la oposición a la guerra de Irak, ambos fueron capaces de revitalizar a una sociedad sumida hace 50 años en la vergüenza de la segregación racial y hace 5 en el bochorno de los constantes atropellos a la Constitución. Nunca hasta Obama los jóvenes habían vuelto a colocar el póster de un presidente entre sus señas de identidad.
Eso se consiguió en parte gracias a una cualidad que los dos compartían: sus dotes para una oratoria encendida, para un discurso que llegaba al corazón. El ‘yes, we can’ de Obama, aunque más ligero y superficial –como casi todo lo de esta era- es el heredero de aquel “no preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tu puedes hacer por tu país”.
Pese a provenir de orígenes sociales muy diferentes, tanto Kennedy como Obama cursaron estudios en la exclusiva y distinguida universidad de Harvard. El primero porque ese era el destino natural del miembro de una familia influyente de Massachusetts. El segundo, como premio al esfuerzo y la persistencia de un muchacho de modesta cuna.
Es imposible saber si el peso de esa responsabilidad histórica, si la carga de la comparación con Kennedy, estaba en la mente de Obama este miércoles cuando se inclinó ante la llama perenne de la tumba del presidente en el cementerio de Arlington
Sus distintas raíces no han impedido que ambos se hayan convertido en símbolos del glamour y el interés público. En la época de Kennedy elglamour lo decidía la portada de Life. Ahora lo marcan las redes sociales. Pero ambos despertaron la atención de los sus compatriotas y de los ciudadanos de todo el mundo por la espontaneidad de su comportamiento, la calidez de su sonrisa y la naturalidad de su vida familiar.
En el Gobierno, Kennedy y Obama tuvieron que lidiar, obviamente, con problemas muy diferentes. Kennedy llegó al poder en un momento en el que la ideología y los principios significan mucho, y trató de actuar acorde con su fe en la libertad y en la igualdad de derechos. Obama asumió la presidencia en pleno apogeo de un mundo postideológico en el que también han caído prejuicios y muros que antes dividían a la Humanidad. Sin embargo, en algunos momentos decisivos de sus presidencias, los dos han apostado por soluciones prudentes y pragmáticas que quizá definan sus mandatos: Kennedy en la crisis de los misiles, Obama en el conflicto con Irán.
La historia es caprichosa y previsible al mismo tiempo. La hija de Kennedy, Caroline, es hoy la embajadora de Obama en Japón, en cuyos mares combatió su padre durante la Segunda Guerra Mundial. Quién sabe si dentro de tres años no estará de nuevo en la American University para pasar otra vez la antorcha a la primera mujer presidenta de EE UU. Quién sabe hasta donde se extenderá la inmortalidad de Jack.