En el campo de refugiados palestinos de Yarmuk, al sur de Damasco (Siria), el menú del día se compone de verduras podridas, hierbas del suelo, pasta de tomate en polvo, especias disueltas en agua, pienso para animales, perros, gatos, ratas. No hay nada más que llevarse a la boca. El hambre y la falta de complementos y vitaminas han matado a 48 de sus vecinos en los tres últimos meses, según el Observatorio Sirio por los Derechos Humanos. La UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos, confirma al menos una veintena. Ni los alimentos ni las medicinas entran al barrio desde verano, cuando se intensificó el cerco de las tropas leales al presidente sirio, Bachar El Asad. La presencia de al menos cuatro grupos opositores en el campo, atrincherados entre los civiles, justifica a ojos del Gobierno el bloqueo absoluto.
Es el caso más extremo, pero los Comités Locales de Coordinación alertan del cerco prolongado en partes de Guta, Homs o Alepo.
UNRWA denuncia el «profundo sufrimiento» de los palestinos y la necesidad «desesperada» de ayuda humanitaria. Su llamamiento para lograr que se suavice el bloqueo está surtiendo efecto y se negocia la posibilidad de que seis camiones entren al campo y alivien esta situación escandalosa, confirma Mohamed Shtayyeh, miembro del comité central de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que fleta el porte. Ya hubo otro acercamiento en noviembre. Acabó en nada.
UNRWA denuncia el «profundo sufrimiento» de los palestinos y la necesidad «desesperada» de ayuda
En Siria hay registrados unos 540.000 refugiados palestinos, de los casi cinco millones repartidos por el mundo. UNRWA calcula que 270.000 han dejado sus hogares a causa del conflicto sirio y otros 80.000 se han exiliado a Líbano y Jordania, sobre todo, donde se hallan en un peligroso limbo legal.
Yarmuk se inauguró en 1957 para acoger a palestinos expulsados por las milicias judías en la guerra de 1948. En él vivían unos 150.000 refugiados palestinos y 100.000 sirios, atraídos por su vida comercial y por el hecho de que no era un campo oficial, cerrado a quien no fuera palestino. Ahora, confirma el partido Fatah, quedan en Yarmuk unas 18.000 personas, mujeres, niños y ancianos que no han podido escapar y se enfrentan al hambre provocada como arma de guerra. Ya no hay opción ni de contrabando, se han acabado hasta las reservas que se vendían en verano, como el arroz, a 100 dólares el kilo.
A la falta de provisiones se suma la insalubridad, hace un año que no hay electricidad y, por tanto, tampoco calefacción. Muebles y ramas se queman en los patios para entrar en calor. El suministro de agua es intermitente, cuatro horas cada tres días, abunda Christopher Gunness, el portavoz del organismo de la ONU que se ocupa de los palestinos. Más de 3.000 civiles están refugiados en escuelas ante el deterioro de sus casas.
Amani, una universitaria de Yarmuk que regresó en septiembre a Gaza, de donde su familia partió en los años cincuenta rumbo a Siria, habla de «puro horror». Sus tíos y abuelos siguen allí, aunque no logra contactar con ellos. «Huyeron hasta los médicos, el régimen los mataba si venían a trabajar al campo. Solo queda esperar que Dios nos ayude», lamenta.
Huyeron hasta los médicos, el régimen los mataba si venían a trabajar. Solo queda que Dios nos ayude»
Amani, una universitaria de Yarmuk
Mutawalli Abou Nasser, un activista y antiguo vecino, explica que durante el primer año de la revolución contra El Asad el barrio se mantuvo neutral. Los palestinos habían llevado durante décadas una vida relativamente tranquila gracias a una ley de 1956 que les otorgaba unos derechos similares a los de los sirios. En los ochenta comenzaron a ser señalados como «opositores» tras la expulsión de la cúpula de la OLP por parte de Hafez El Asad, el padre de Bachar, pero con los años volvieron a llevar su vida normal, haciendo de Yarmuk un barrio más de Damasco, muy vivo. En los primeros meses de contestación al régimen, sirios de otros puntos se refugiaron allá «porque había mucha comida y medicamentos», indica Abou Nasser. Se producían importantes redadas en busca de opositores pero no había excesiva violencia.
Fue en diciembre de 2012 cuando llegó el primer bombardeo, después de que miembros del rebelde Ejército Libre de Siria (ELS) accediesen al campamento. El Gobierno lo atacó de inmediato, con contundencia y constancia, y se ganó así la enemistad de los residentes. Siguieron siete meses de cerco parcial hasta que en julio de 2013 el cierre se convirtió en total. Los tanques y la artillería rodean el campo y los soldados de El Asad controlan el único puesto de control de acceso. «Hay poca o ninguna libertad de movimiento», constata Peter Maurer, presidente del Comité Internacional de Cruz Roja, que está visitando Siria. Unos 300 enfermos que iban a ser rescatados por esta organización la semana pasada siguen dentro porque francotiradores yihadistas (posiblemente de Al Nusra o el Estado Islámico de Irak y Siria) impidieron su salida.