Ante las rabietas… mucha serenidad y comprensión

Son las ocho de la mañana, a las 8 y cuarto como tarde tienes que salir de casa para llevar a tu hijo de 3 años al colegio y, a continuación, estar clavada en una reunión a las 9 con unos clientes. Pero, de repente, todo se tuerce por una rabieta. El niño no se quiere vestir, no atiende a razones, llora y tú no sabes qué hacer. Y lo peor, terminas gritándole con lo que el cuadro empeora todavía más.

Son muchos los motivos por los que los niños entre los 2 y los 4 años tienen rabietas, es su manera de expresar su disconformidad. Hay muchas maneras de tratarlas aunque no todas son las más respetuosas con el niño. Ramón Soler, psicólogo y director de la revista online mente libre y uno de los expertos colaboradores de la Pedagogía Blanca está acostumbrado a tratar en consulta estos temas.

—¿Por qué casi todos los niños tienen rabietas entre los dos y los cuatro años?

—Alrededor de los 2-3 años de edad, los seres humanos dejamos nuestra etapa de bebés, pasamos a ser niños y comenzamos a ser más autónomos y conscientes de nuestra individualidad (aunque por años aún dependeremos para nuestra supervivencia de la ayuda y apoyo de nuestros mayores). A esta edad, ya podemos caminar, comer con nuestras propias manos y comunicarnos, de forma rudimentaria, con las personas que nos rodean. En estos momentos, los niños comprenden que tienen sus propios deseos y necesidades, diferentes a los de sus padres, comienzan a expresar sus opiniones, a comunicar lo que les gusta o lo que no, lo que quieren o no quieren hacer, y esto, en muchas ocasiones, al no coincidir con los propósitos de los padres, acaba convirtiéndose en fuente de enfrentamientos y tensiones.

—Algunos expertos recomiendan ignorar al niño cuando tiene esa rabieta. ¿Eso es bueno?

—Este proceder, centrado en el adulto, además de no prestar atención a las verdaderas necesidades de los pequeños, les ocasiona frustración, rabia contenida y una profunda sensación de incomprensión y de abandono.

—¿Cómo actuar, entonces?

—Para tratar de comprender lo que realmente les sucede a nuestros hijos cuando sufren una de estas explosiones de enfado debemos bajar de nuestro pedestal de adultos y ponernos en su lugar. Tenemos que entenderlas como frustraciones que los niños no saben expresar debido a su inmadurez y su aún escasa experiencia en este mundo. De hecho, la propia palabra “rabieta” posee una connotación negativa que nos hace ver al niño como caprichoso y manipulador, cuando lo que en realidad le está sucediendo es que no se siente cómodo o está enfadado con algo y aún no tiene las herramientas suficientes para poder comunicarlo.

—También se escucha mucho: «lo hacen para llamar la atención».

—Nuestro hijo no es un enemigo que nos quiera fastidiar, ni es alguien contra quien tengamos que estar en constante lucha. Los niños no se oponen al adulto por el placer de llevarles la contraria, simplemente, desde su autonomía recién adquirida, están expresando sus necesidades, sentimientos y deseos, que pueden o no, coincidir con los nuestros. El comprender que nuestro hijo piensa por sí mismo, sabe lo que quiere y lo demuestra de la mejor forma que puede, nos será de gran ayuda a la hora de abordar los conflictos del día a día.

—¿Resolver estos «conflictos» resuelve muchas situaciones futuras?

—Para que nuestros hijos se conviertan en adultos equilibrados que sepan comunicar sus necesidades y defenderse de las injusticias deberán sentirse acompañados y respetados de pequeños cuando expresen sus opiniones y sus deseos, aunque sean diferentes a los nuestros. Como padres, tenemos la responsabilidad de ofrecerles las herramientas necesarias para manejarse de manera equilibrada cuando sean adultos y, para conseguirlo, no debemos ignorarles y forzarles a comportarse como nosotros decidamos, sino acompañarles, escucharles y ofrecerles alternativas cuando no les sea, o nos sea, posible cumplir con sus expectativas.

Pautas de actuación

—Anticiparnos para poder evitar situaciones conflictivas.
Todos sabemos que hay lugares más comprometidos que otros (la cola del supermercado, el quiosco de la esquina, etc.). Como adultos, podemos prever estas situaciones y tratar de evitarlas. Si mamá sale con el niño del súper mientras papá paga y recoge la compra (o viceversa) o si evitamos pasar delante de la juguetería, estaremos ahorrándonos disgustos innecesarios.
—Detectar las señales previas.
Un niño no pasa de cero a cien en un segundo. Antes de que se desencadene el conflicto hay unas señales que nos pueden indicar que nuestro hijo no está de acuerdo con algo y se está enfadando. Si les prestamos atención, seguro que detectamos un pequeño gesto de desagrado o un «no me gusta».
—Entender sus deseos. Ponernos en su lugar.
Debemos tener muy presente que la forma de comprender la realidad de los niños es muy diferente a la de los adultos. Donde nosotros vemos una habitación desordenada, ellos ven su propio orden, su propia disposición de las cosas.
—Flexibilidad ¿de verdad no puede ser?
Muy relacionado con el punto anterior. Los padres tenemos que distinguir las cosas que son realmente importantes de las que son más secundarias. Muchas veces, les llenamos la vida de normas y límites que no tienen verdadero sentido práctico y que es fuente de frustración para los pequeños.
Los niños deben tener y entender unas mínimas normas de seguridad (los cuchillos cortan), convivencia (si grito por la noche, puedo molestar a otros) y respeto a los demás (si le pego a otro, le duele), pero más allá de estos límites mínimos, los niños necesitan margen para experimentar, disfrutar y expandir sus mentes.
—Favorecer la comunicación. Verbalizar lo que le pasa.
Uno de los ámbitos en el que tenemos que incidir para minimizar las explosiones de enfado de los niños es en la comunicación. Desde muy pequeñitos, podemos potenciar cualquier manera de comunicación (gestos, palabras sencillas). Si nuestro hijo es capaz de expresar cosas como«no me gusta» o «me estoy enfadando», cuando llegue a los 2-3 años, nos será mucho más fácil comprender lo que quiere y poder hablar con él cuando no sea posible concedérselo. Cuanto mejor pueda explicar tu hijo lo que le pasa o lo que le enfada, más fácilmente podréis buscar una solución que satisfaga a todos.
Háblale con calma, con un tono sereno, explícale los motivos por los que no puede hacer lo que quiere en ese momento: «sé que quieres seguir montando en bicicleta, pero se ha hecho de noche, mamá está muy cansada y tenemos que ir a casa». Además, de esta forma, él se sentirá respetado y aprenderá a tratar con respeto a las demás personas.
—Ofrecer alternativas si no puede ser.
Hay momentos en los que no podemos complacer a nuestros hijos, no por crearles frustración a propósito, sino porque la vida tiene sus propias limitaciones y no siempre podemos hacer lo que queremos.
Siempre hay que tener un «plan B». Debemos tener en mente una relación de las actividades y los juegos favoritos de nuestros hijos para poder ofrecerles una alternativa cuando no podamos darle lo que pide. Correr, dar volteretas, cosquillas, etc. En general, cualquier actividad que implique jugar con papá o mamá es mano de santo. Cualquier niño prefiere jugar con sus papás antes que una chuchería.
—El cansancio es un gran enemigo.
Cuando estamos cansados somos más irascibles; nos pasa a los adultos y, también a los pequeños de la casa. Desde el punto de vista de un niño, existen situaciones muy aburridas o cansadas (comprar en el supermercado o un viaje en coche). Si unimos cansancio y aburrimiento, el conflicto puede surgir en cualquier momento. Nosotros somos los que mejor conocemos a nuestros hijos y tenemos que saber reconocer cuándo están cansados y cuándo es momento de retirarse a descansar.
Los adultos también tenemos momentos de agotamiento en los que nos es más difícil dialogar y estar calmados con nuestros hijos. No temas pedir ayuda, túrnate con tu pareja, busca apoyo en familiares o amigos para no llegar a situaciones de cansancio extremo.
—Calma, respira. Recuerda que tú eres el adulto.
Hay situaciones muy complicadas que nos pueden llevar al límite de nuestro aguante. En esos momentos, debemos hacer una pausa, respirar profundo varias veces y, si te es posible, pedir un pequeño relevo para recuperar la calma. En caso de conflicto, si nosotros también nos tensamos, entraremos en una espiral de muy difícil solución.
Recuerda, siempre: debes tener presente que tú eres el adulto y el modelo principal para tus hijos. Tu manera de manejar estas situaciones sentará las bases de la forma cómo ellos resolverán sus conflictos cuando sean adultos. Si han sido tratados con respeto, ellos crecerán más equilibrados, sabrán defenderse y expresar sus opiniones.