Con el rostro desencajado, permaneció de pie a lado del vicepresidente Lyndon Johnson cuando éste tomó juramento como presidente de Estados Unidos. Su traje estaba salpicado de sangre. El día que asesinaron a John F. Kennedy, su viuda se negó a cambiarse el conjunto de dos piezas que llevaba puesto. “Quiero que todos vean lo que le han hecho a Jack”, dijo Jacqueline Kennedy.
Era el mismo vestido, un Chanel rosa fresa, con el que horas antes iba sentada a lado de su marido en la limusina que los conducía en Dallas a un acto público. El mismo con el que abrazó al presidente sobre su regazo hasta que llegaron al hospital donde lo declararon muerto, el 22 de noviembre de 1963.
El asesinato de John F. Kennedy marcó el fin de una era en la que los estadounidenses tuvieron lo más parecido a una familia real. En el reino de Camelot, Kennedy era el rey y Jackie era su reina. La pareja tenía cautivada a la gente; eran jóvenes y atractivos. Él carismático y ella elegante.
Era la primera vez en el siglo había niños en la Casa Blanca: Caroline, de cuatro años, y el pequeño John, de uno, a quien se podía ver, varias fotos dan cuenta de ello, en el despacho oval haciendo piruetas para su padre, o jugando debajo de su escritorio.
Jacqueline Lee Bouvier conoció a JFK, entonces un prometedor congresista, en una cena en 1952, cuando trabajaba como fotógrafa para el Washington Times-Herald.
Tenía entonces 23 años; el cortejo no duró mucho. En 1953 se llevó a cabo la boda más fastuosa del año, con más de mil invitados. Así se sellaba la unión entre el poderoso clan político, el de los Kennedy, y los Auchincloss (apellido del padrastro de Jackie), que tenían el estatus social que les faltaba a los primeros.
Cuando John F. Kennedy se convirtió en presidente de Estados Unidos, la joven primera dama se dio a la tarea de redecorar la Casa Blanca. Con un agudo sentido del arte, y de la historia, convocó al rescate de piezas históricas, remodeló salas y en 1962 presentó los resultados a la cadena CBS, en el famoso “Tour por la Casa Blanca con la señora John F. Kennedy”. Después de eso, Jackie apareció en portadas de revistas y se convirtió en el icono que siguió siendo a lo largo de toda su vida. Por vez primera, los estadounidenses querían saber qué hacía la primera dama, que, en un fenómeno inédito hasta entonces, era seguida y admirada, casi como si fuera una estrella de Hollywood.
De la mano de aquella joven que nació y creció en Nueva York, en aquella época de esplendor la Casa Blanca recibió no sólo políticos, sino intelectuales, artistas, músicos, todos atraídos por el aura especial de aquella mujer, determinada a imprimir su sello y a promover las artes y la cultura —tarea que continuó años más tarde en donde quiera que pudo—.
Jackie no sólo era bonita y elegante. Tenía una verdadera pasión por los libros y la historia, lo mismo que por los caballos. Era la parte intelectual de la pareja presidencial. Así, su presencia se convirtió en un bono para el mandatario, sobre todo tras la visita oficial a París en 1961 en la que Jacqueline logró impactar a Charles de Gaulle y, junto con él, a todos los franceses. Hablaba un francés fluido, de sus años en la capital gala cuando era estudiante, y además se apellidaba Bouvier, como muchos en aquel país.
Esa fue la contribución de Bouvier a los años dorados de Camelot, que por cierto no estuvieron exentos de sombras. Que John F. Kennedy era un mujeriego que la engañó antes y después de casarse era un secreto a voces. Pero también había secretos muy bien guardados, como que el presidente padecía de intensos dolores de espalda que lo obligaban a tomar medicamentos para paliar el sufrimiento, o que cuando Kennedy era senador Jackie solía deprimirse e incluso se sometió a una terapia de electroshock, según la biografía no autorizada Jackio Oh!, de Kitty Keller.
Luego del magnicidio, tras aquellos cuatro fatales días de noviembre de 1963, Jackie parecía dispuesta a que el legado de Kennedy quedara marcado para siempre en la memoria del país. Como si lo trágico de su muerte (sobre la que hay al menos un par de miles de libros e innumerables teorías de la conspiración) no fuera suficiente para asegurar el mito de JFK, la joven viuda se dio de inmediato a la tarea de reforzarlo e impregnarlo de… magia.
Comenzó por procurar para su esposo un funeral de Estado digno de un rey. Miles de personas desfilaron ante el féretro expuesto en el Capitolio y casi un centenar de líderes mundiales acudieron a la ceremonia. Varias publicaciones mencionan que Jacqueline Kennedy incluso leyó cómo había sido el funeral de Abraham Lincoln.
Una semana después del atentado en Dallas, la viuda de Kennedy concedió una entrevista al escritor Theodore H. White para la revista LIFE, en la que muchos dicen se originó el mito de ese Camelot que no fue.
En ella, describió a Jack Kennedy como un “hombre de magia”; citando el musical Camelot, que además argumentó era el favorito del fallecido presidente, dijo: “Hubo un breve y brillante instante que fue conocido como Camelot”.
Después de eso, aparte de otra entrevista que no ha sido desclasificada, Jacqueline Kennedy no volvió a hablar en público de JFK, ni de su presidencia, ni de su matrimonio.
Cuando cinco años después de la muerte de Kennedy, Jackie decidió contraer matrimonio con el millonario Aristóteles Onassis, Estados Unidos se sintió traicionado. La viuda de América no sólo contraía segundas nupcias, sino que además lo hacía con un extranjero, un griego.
Tras enviudar por segunda vez, en 1975, Jackie trabajó como editora prácticamente hasta su muerte, en 1994, de cáncer.
Acompañada por sus hijos, la reina había muerto y, con ella, lo que quedaba de aquel momento en la historia de EU. En aquella entrevista para LIFE, Bouvier había dicho: “Habrá otro gran presidente, pero nunca habrá otro Camelot”.