Artur Ávila obtiene la medalla Fields, el Nobel de las ciencias exactas, por su «agudo sentido» para comprender cuestiones «profundas y significativas»
La leyenda del matemático Artur Ávila (Río de Janeiro, 1979) comenzó a fraguarse cuando una vez, estando en California, el joven asumió el desafío de resolver la conjetura de los diez martinis. El problema planteado en 1980 por el norteamericano Barry Simon define el comportamiento de los Operadores de Schrödinger, unos constructos matemáticos relacionados con la física cuántica que representan una dimensión inexpugnable de la razón humana para la mayoría de los mortales.
Ávila, a base de paseos, horas de abstracción y charlas interminables, acabó resolviendo el problema en colaboración con la matemática ucraniana Svetlana Jitomirskaya. Cuenta la leyenda que fue convenientemente recompensado por sus colegas con varias copas del clásico cóctel inmortalizado en las películas de James Bond. El brasileño ha recibido este miércoles la medalla Fields, considerada el Nobel de las Matemáticas.
La Unión Internacional de Matemáticas (IMU, por sus siglas en inglés), el órgano que concede el galardón, considera que el científico carioca “aporta un formidable poder técnico, la ingenuidad y tenacidad de un maestro en resolver problemas, y un agudo sentido para comprender cuestiones profundas y significativas”. Ávila ha recibido otros reconocimientos internacionales en su corta y exitosa trayectoria. Entre ellos, el Premio Salem en 2006, el EMS en 2008 y el Jacques Herbrand en 2009.
El premio concedido a Ávila reconoce sus valiosas aportaciones en el campo de los sistemas dinámicos. Las teorías desarrolladas por el matemático franco-brasileño se pueden aplicar, por ejemplo, al estudio de la evolución de las epidemias o de las oscilaciones demográficas en un determinado territorio. Ávila tiene un perfil muy alejado del nerd que cualquier podría sospechar. Ataviado como muchos cariocas de su edad, con camisetas de algodón, tejanos y calzado deportivo, el matemático luce una complexión atlética y admite abiertamente que sus hallazgos no son el fruto de interminables horas de lectura. En su entorno todos coinciden en que Ávila es un matemático especialmente prolífico y creativo que gusta de trabajar en equipo, compartiendo horas de conversación e intercambios de ideas con otros colegas, ya sea ante una pizarra o unos vasos de cerveza.
En un divertido vídeo grabado en 2010 por la revista Piauí, Ávila explica con aire teatral cómo hace para encontrar la inspiración que le lleva a transitar por terrenos preñados de teoremas remotos, que tienen como común denominador la inmaterialidad y la ausencia de cualquier referencia con el mundo real o con la vida misma. Ávila, descalzo, en bermudas, el pelo desaliñado y una incipiente barba de tres días, pasea por su pequeño apartamento meditabundo, se tumba en el sofá de su salón, aproxima el dedo índice a sus labios y dice: “Esto sería algo típico (para tener ideas), aunque parezca que no estoy haciendo gran cosa, aunque parezca que estoy descansando…”. En ese momento penetra en la estancia el rugido ensordecedor del tráfico carioca. Después se vuelve a tumbar en una cama desecha junto a un cojín en el que se lee: 100% pereza. Una vez confesó que se quedó absorto al abrir una botella de vino espumoso y contemplar cómo el líquido salía a borbotones. En ese momento el joven experimentó una suerte de epifanía en la que sus neuronas se pusieron en marcha, como en una bacanal del intelecto.
Ávila dice alcanzar esos momentos de clímax intelectual en las situaciones más inusitadas, como la de la botella de espumoso o de madrugada, cuando puede despertarse repentinamente y quedarse tumbado en la oscuridad engarzando complejas teorías.
El matemático, formado en Brasil y doctorado por el Instituto de Matemáticas Puras y Aplicadas (IMPA), es actualmente director de investigación del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) de Francia, aunque sigue colaborando con el IMPA. A caballo entre París y Río de Janeiro, Ávila está casado y lleva una vida normal. Poco se había escrito sobre él hasta el día en que se convirtió en el primer brasileño (y en el primero latinoamericano) que recibe la medalla Fields. Ahora su nombre está en boca de los presidentes de Francia y Brasil, François Hollande y Dilma Rousseff, que también se quieren colgar la medalla aunque de la conjetura de los diez martinis sólo les suene la última palabra.