París, desde siempre, ha sido y es territorio de Rafael Nadal, flamante finalista después de completar una de las semifinales más brillantes que se recuerdan en los últimos años. París, tierra conquistada en siete ocasiones, aplaude el talento de un tenista superlativo, impresionante a la hora de vencer a Novak Djokovic por 6-4, 3-6, 6-1, 6-7 (3) y 9-7 en cuatro horas y 37 minutos. Nadal ya está en su sitio, en otro domingo francés, y espera al ganador del duelo entre Jo-Wilfried Tsonga y David Ferrer.
Es la crónica de un duelo descomunal. En un viernes de fuego en Roland Garros, disparado el termómetro para alegría del español, Nadal borda el tenis por momentos. Ya no hay dudas, nada que ver con ese jugador que se dedicó a sobrevivir ante Brands, Klizan o Fognini. Dio dos saltitos en octavos y cuartos para despachar a Nishikori y a Wawrinka y definitivamente se ha desatado en las semifinales. Djokovic, igualmente perfecto, acepta el desafío hasta el último suspiro, es de locos.
Todo, absolutamente todo, tiene sentido en el tenis de Nadal. Se juega desde la pasión, desatada en los palcos, un duelo de puños cerrados y gritos. Se juega desde el respeto, muy conscientes los dos de la exigencia. Se juega por una final de Grand Slam, el mayor de los trofeos. Nadal, pese al apagón en el segundo set, gana en todos los aspectosy se prepara para ascender por octava vez a lo más alto del cielo.
El nivel es altísimo, maravilloso cada punto. Los intercambios se suceden entre los asombros de la Philippe Chatrier, encantada la pista central con tanta pelea. Nadal domina con la derecha y Djokovic contraataca con ese impresionante revés, tan dañino cuando lo cruza como cuando lanza el paralelo. Gestiona bien muchísimos puntos, pero se encuentra con un enemigo que llega siempre a todas. Una bola más, siempre hay que dar una bola más. Así desconecta Nadal al número uno del mundo.