El turismo de masas desbocado ha robado el alma de la ciudad y su ecosistema tradicional para convertirla en un parque temático que es a la vez, su sustento y su tragedia
Cada día, desde la ventana de su taller de restauración de muebles antiguos, junto al Ponte dei Barcalori, al lado del teatro de La Fenice, Bruno Rizzato escucha a los gondoleros repetir una y otra vez que en el palacio de enfrente vivió Wolfgang Amadeus Mozart durante el carnaval de 1771, cuando solo tenía 15 años. Los turistas asienten y disparan sus cámaras fotográficas ante una placa de mármol blanco que, desde 1971, recuerda al “muchacho salzburgués” que convirtió la música en “purísima poesía”.
–Pues es mentira. Se trata de un falso histórico. En realidad fue aquí donde vivió Mozart. Si no me cree, vaya al conservatorio. Allí se guardan aún las cartas que su padre le escribió a esta dirección. Pero las autoridades, tal vez porque se equivocaron o quizás porque aquel edificio es más bonito, colocaron allí enfrente la placa con motivo del bicentenario. El caso es que los periódicos publicaron el error, pero, como es natural tratándose de Italia, allí se quedó la placa y aquí sigo yo, escuchando cada día, una y otra vez, la mentira repetida en todos los idiomas. Otra más de las mentiras en que se ha convertido Venecia.
Bruno Rizzato es el último de una estirpe de restauradores venecianos que se remonta a 1880. Se sabe una especie en extinción. No tanto por su oficio de restaurador de antigüedades –“aunque ahora la gente prefiere los muebles de Ikea, todo blanco y cristal”–, sino por su linaje veneciano. “La explotación salvaje del turismo de masas”, sostiene, “le ha robado el alma a la ciudad. En la zona de Rialto, hace veinte o treinta años, vivían venecianos que vendían a otros venecianos el pan, la verdura, el pescado, y talleres donde se ofrecía artesanía auténtica –collares de cristal de Murano, máscaras hechas a mano según las enseñanzas de padres y abuelos– a viajeros que sabían lo que compraban y lo que debían pagar por ello. Aquella Venecia ya no existe. No sabe cuánto lo siento, pero ha llegado usted cuarenta años tarde. Todos aquellos negocios fueron cerrando y en su lugar abrieron tiendas de bisutería para el turismo. Venecia se ha convertido en Disneylandia. Un parque temático donde, al precio de un euro, unos chinos venden a otros chinos máscaras venecianas fabricadas en China”.
Unos chinos venden a más chinos máscaras venecianas fabricadas en china”, ilustra un artesano
Es un discurso amargo, resignado, que atraviesa los 455 puentes que unen entre sí las 118 islas de una ciudad que, a mediados del siglo pasado, contaba con 174.000 residentes y que ahora apenas llega a los 57.000. Son los últimos mohicanos del amor incondicional a la belleza, ahora sitiada, de Venecia. Sus nuevos dueños, un ruidoso ejército formado por 24 millones de turistas al año, marchan de la mañana a la tarde desde el puente de Rialto a la plaza de San Marcos agrupados detrás de un banderín –o de un paraguas abierto, o de un osito de peluche, o de un bastón desplegable con un moño rojo en la punta–, con el tiempo imprescindible para tomar unas cuantas fotografías, comprar una máscara auténticamente falsa y regresar deprisa y corriendo a la nave o al autobús que les aguarda al otro lado del resbaladizo puente de Calatrava. Algunos operadores incluyen en el circuito turístico un “inolvidable paseo en góndola por los canales”. Se pueden observar entonces filas interminables de turistas –de preferencia asiáticos– que van embarcando en las góndolas del atracadero de Bacino Orseolo, justo a la espalda de San Marcos, sin apenas descanso, como si se subieran a un carrito de la noria o a una de esas atracciones que sortean cataratas de pega en los parques acuáticos. Al pasar por enfrente del taller de restauración de Bruno Rizzato, el gondolero de turno les señalará una lápida de mármol y les dirá:
–En este palacio de aquí pasó unos días el joven Mozart…
Los venecianos sitúan el principio de su propio fin en las inundaciones del 4 de noviembre de 1966. Los puntos más bajos de la ciudad quedaron sepultados bajo metro y medio de agua. Unas 160.000 viviendas –situadas en las primeras plantas de palacios centenarios– fueron consideradas inhabitables. Muchos de los que se tuvieron que marchar de Venecia –“hacia tierra firme”, dicen aquí– lo hicieron pensando que era de forma temporal. La mayoría nunca regresó. Desde entonces hasta ahora, Venecia ha perdido a la mitad de sus habitantes, pero nadie culpa del éxodo al acqua alta –las mareas que siguen anegando las partes bajas de la ciudad decenas de veces al año–, sino a la desidia de quienes, desde los despachos oficiales, tendrían que haber velado por que los venecianos regresasen para que la ciudad no perdiese su identidad. Un rótulo luminoso colocado en el escaparate de la farmacia Morelli, junto al puente de Rialto, ofrece diariamente el parte de bajas de una guerra perdida. La última cifra, rojo neón sobre negro futuro, es de 56.683.
–¿Usted cree que Venecia puede morir?
–Venecia ya está muerta.
Tiziana Terzi habla con conocimiento de causa. Es la dueña de la funeraria Pavanello, en el distrito de Cannaregio, una de las zonas más bellas de Venecia –valga la redundancia– y menos golpeada por el turismo de aluvión. “Digo que está muerta”, se explica Tiziana, “porque ya no existe la verdadera Venecia. Los oficios, los negocios, los artesanos, los vecinos que se ayudaban entre sí en una ciudad bellísima, tal vez la más bella de todas, pero también incómoda, sobre todo para las personas mayores. Antes, bajabas de tu casa y no hacía falta cruzar más de dos puentes para encontrar la panadería, la frutería, el carnicero. Cualquiera ayudaba a la abuela del segundo a subir la compra en una ciudad sin ascensores. Ahora eso ya no es posible porque vivimos entre extranjeros, rodeados de gente que no conoces. Nos hemos visto obligados a cerrar todos los negocios porque han puesto los alquileres imposibles. El turismo desbocado ha matado el ecosistema de esta ciudad. Cada vez que un anciano muere, también se muere un poco más Venecia, porque su lugar no será ocupado por un veneciano más joven, sino por un turista”.
Hay dos datos que avalan la amargura de Tiziana Terzi. Cada año, un promedio de 1.000 venecianos abandonan la laguna y se marchan a vivir a las ciudades dormitorio, entre las que Mestre (170.000 habitantes) es la que sigue absorbiendo más población. El otro dato es aún más representativo: en los últimos años, más de setecientos apartamentos del centro histórico han sido transformados en pensiones con desayuno para turistas. “Muchos esperan a que se muera la abuela para alquilar la casa o convertirla en bed and breakfast; los venecianos somos una especie cada vez más rara en nuestra propia ciudad”, asegura Michele Gottardi, profesor de Historia en la Universidad Ca’ Foscari. “La gente escapa porque los únicos trabajos que ofrece la ciudad son de recepcionistas, camareros o para hacer la limpieza en los hoteles”, añade Bruno Fillippini, asesor municipal sobre políticas de residencia, “mientras que hace solo unas décadas eran los artesanos del mármol, la piedra, el oro o el bronce los que sostenían la economía de Venecia”. El sonido del trabajo ha sido sustituido por el de una maleta de ruedas triscando trabajosamente entre los puentes. Ese es el nuevo himno de Venecia. La fuente de su riqueza y, al mismo tiempo, la canción de su derrota.
Cada vez que un anciano muere, también muere un poco más venecia”, dice una empresaria
Una peligrosa arma de dos filos que pende también sobre otras ciudades italianas. El país de la belleza –la Unesco tiene declarados 52 lugares de Italia como patrimonio de la humanidad; le siguen España con 44 y Francia con 42– no acierta a gestionar de forma adecuada los flujos del turismo. Es suficiente con darse un paseo por las dos ciudades más visitadas de Italia, Roma y Venecia, para descubrir que sus respectivos Ayuntamientos no saben o no pueden –o no pueden porque no saben– responder a un desafío que la proliferación de cruceros y de vuelos de bajo coste ha disparado en los últimos años. Si Roma en demasiados momentos del día es la ciudad del desgobierno –transportes públicos que no funcionan, papeleras que rebosan, policías municipales que observan impasibles cómo las fuentes de Bernini son convertidas en piscinas públicas, camareros que persiguen a los potenciales clientes armados con la carta del menú–, la ciudad de los canales se le acerca ya peligrosamente. “El problema añadido para Venecia”, advierte Susanna Bressan, “es su fragilidad. Es una ciudad delicada, de cristal. Y este turismo masivo, alocado, este turismo de muerde y huye, está destruyendo la ciudad sin que nuestros gobernantes hagan nada por impedirlo”.
Hablar con Susanna Bressan en el interior de su taller de disfraces y de vestuario, proveedor de teatros y óperas de todo el mundo, es sumergirse en un pasado esplendoroso, preludio de un presente que pudo ser y no es. “El problema de esta ciudad no es el turismo ni los turistas”, intenta poner el dedo en la llaga, “sino el tipo de turismo y la respuesta que nuestros gobernantes son capaces de dar. La ausencia de itinerarios precisos, de un circuito cultural que alguna vez se intentó y fracasó, de una educación ciudadana que empieza por poner papeleras en las calles, nos ha llevado a encontrarnos con lo que tenemos ahora: un turismo que, después de una semana de recorrer Italia, puede decir que ha estado en Roma, en Florencia y en Venecia, pero que en realidad no ha sentido nada del perfume, del espíritu que esta ciudad, como las otras, puede representar. Nos quejamos del turismo, pero ¿qué le ofrecemos nosotros? En ninguna parte del mundo he visto esta pasividad, en ningún lugar dejan que las grandes naves de los cruceros entren hasta el corazón de la ciudad, poniendo en peligro un pasado que es nuestra única riqueza; en ningún país es tan palpable la indolencia”. Por delante de la puerta de caoba y cristal, siempre cerrada, del taller de Susanna –el Nicolao Atelier– pasean los escasos turistas que, de dos en dos, de cuatro en cuatro, han elegido Cannaregio, uno de los seis barrios de la ciudad, para dejar pasar el tiempo tranquilamente, para formar parte –durante unos minutos y de prestado– del paisaje fastuoso, irrepetible de la cotidianidad de Venecia. Tan cerca y tan lejos de una multitud que, en la plaza de San Marcos, lucha a brazo partido por unos metros de sombra.
La gente escapa porque solo hay empleos de camarero o limpiador”, explica un asesor municipal
–De frente tienen la basílica. Dentro pueden ver las reliquias de Cristo, de san Marcos, de otros santos… La entrada es gratis, pero tienen que dejar antes los bolsos y las mochilas en una consigna que está en un lateral, que también es gratis. Eso sí, hay cola y está al sol.
Maria es italiana, pero hace de guía por toda Italia de una excursión de estadounidenses que acaban de llegar en autobús a la ciudad. Se desgañita para que su ya cascada voz se sobreponga a la del guía ruso que, a escasos centímetros, también tiene agrupada a su grey bajo la sombra diagonal de la torre. No son los únicos. A ojo de buen cubero, son más de una docena las excursiones organizadas que trabajosamente se abren paso entre una multitud acosada a su vez por vendedores de comida para las palomas, sombrillas chinas para el sol y juguetes para los críos. Los vendedores de bolsos de imitación aguardan tras los soportales. Dice con guasa John, uno de los turistas del grupo de Maria, que viajar así requiere cierta práctica: “Hay que hacer varias cosas al mismo tiempo. Entender lo que te están explicando, hacer fotos sin que, en vez del monumento, salga todo el grupo detrás, y poner atención para no perder de vista a la guía”. Un estrés. “Sí, eso, un estrés. Es muy bonito todo, pero hay tanto que ver y tenemos tanta prisa que apenas lo disfrutas”. ¿Pero no están de vacaciones? “Sí, pero hay vacaciones para descansar y otras para ver cosas. No hemos venido desde EE UU para tumbarnos en una playa. Hay que ver todo lo que se pueda y estirar el dinero. Antes solo viajaban los ricos, ahora afortunadamente podemos hacerlo casi todos. Ya hemos visto Italia y ahora vamos a Francia”.
Al otro lado de la ciudad, a Tiziana Terzi se la llevan los diablos. “¿Los ha visto usted?”, se pregunta sin esperar respuesta en una funeraria plagada de fotos submarinas, “¿se ha dado cuenta de que estamos invadidos? Y no es cuestión de riqueza, sino de actitud. Se bajan del avión o del barco y se enchufan a la moda del Google Maps. Van de un lado a otro de una ciudad que es un museo, en la que es una joya cada puerta, cada picaporte, como si fueran zombis, solo pendientes de su teléfono. Yo ayer fui a Rialto, tomé el vaporetto y había un grupo de jóvenes tirados sobre el puente, tomando el sol, como si estuvieran en la playa. ¿Qué tendrá que ver eso con el dinero? ¿En Roma hacen igual? Yo desde luego no sé si vienen por moda o por qué, pero lo que tengo claro es que no saben a dónde vienen. Estos turistas de ahora no aman Venecia”.
Ferruccio della Pietà no comparte la amargura de Tiziana. Es de los pocos que parecen encantados con la deriva turística de su ciudad. Tal vez porque Ferruccio encarna el arquetipo del gondolero. Guapo, bronceado, ni joven ni viejo, una mueca fija de donjuán y unas gafas de sol de montura azul y cristal de espejo colocadas a modo de diadema. Dice que, hasta hace veinte años, la única forma de ser gondolero era teniendo enchufe. “Había que ser hijo, sobrino o hermano de un gondolero con influencia”. ¿Y ahora?, le pregunto. “Ahora, también”, responde con picardía para, cambiando el gesto, añadir que desde 1993 funciona una escuela de gondoleros por la que hay que pasar antes de estrenar el polo de franjas horizontales. ¿A ustedes les preocupa el turismo masivo? “Ni mucho menos. Al revés. La góndola veneciana es un producto único en el mundo. Y para la gente, por poco dinero que maneje, resultaría triste pasar por Venecia sin subir a una góndola. ¿Cómo le vas a quitar a un niño, o a una novia, esa ilusión? Prefieren tomarse un mal bocadillo que privarse de la góndola”.
No hemos venido para tirarnos en la playa”, cuenta un turista. “hay que ver todo, estirar el dinero”
Durante la conversación, unos turistas revolotean alrededor de su embarcación, que se balancea junto al puente de Rialto. Ferruccio se acerca. No necesita más de un golpe de vista para saber qué idioma hablan y de qué pie cojean. “Lo más difícil de este trabajo”, admite, “es tratar con los desconfiados”. Una de las mayores preocupaciones de muchos turistas al viajar a Italia es la posibilidad de ser timados. Hay sablazos míticos que ya han pasado a la historia, aunque no está claro si en el capítulo de la picaresca o directamente en el del crimen, como el de unos espaguetis con langosta al precio de 366 euros en un restaurante de Cerdeña. “Por eso”, zanja el gondolero Della Pietà, “nosotros ponemos en cada estación los precios del paseo. Desde 80 euros el recorrido básico a lo que cada uno quiera o pueda pagarse. Pero no se crea todo lo que le digan, esta ciudad sigue siendo hermosa a pesar de todo”.
Aunque el ánimo ya decaído de la ciudad haya sufrido un gran golpe tras la detención del alcalde –acusado junto a otros altos cargos de desviar fondos de la construcción de un sofisticado sistema de compuertas para librar a la ciudad de las mareas–, los venecianos son conscientes de que, todavía, poseen casi en exclusiva dos momentos mágicos. “El alba y el ocaso”, dice Bruno Rizzato, y su sonrisa ilumina los 19 metros cuadrados de su taller de reparación de muebles antiguos: “Yo siempre les doy el mismo consejo a los turistas, pocos, que entran en el taller y pierden el tiempo hablando conmigo. Les digo: no compréis esas máscaras falsas de un euro, no compréis nada en esas tiendas donde todo es mentira. Pero levantaos al amanecer o esperad al atardecer y disfrutad de la ciudad antes de que llegue la invasión de turistas o cuando ya se hayan ido. Solo entonces podréis encontrar, por algunos instantes, el rastro maravilloso de la verdadera Venecia”.