El crimen de Mónica Spear, Miss Venezuela 2004, y su esposo, el empresario británico Henry Thomas Berry, en una autopista del centro del país ocurrido la noche del lunes, remueve los temores de todo venezolano: caer víctima de la delincuencia en cualquier momento en cualquier lugar y no solo ser asaltado, sino morir en el evento.
El despliegue en los medios de comunicación y el acalorado debate que se ventila en las redes sociales podría dar la impresión de que es un episodio nunca visto, alarmante por el nivel de violencia gratuita y por la relevancia de la víctima.
Pero las historias de muertes violentas de venezolanos son cosa de cada día. Las llamadas páginas rojas de la prensa no se dan abasto para reportar con detalles todos los casos de fallecidos en el transcurso de un asalto, en medio de tiroteos entre bandas criminales o en ajustes de cuentas.
Pareciera que de tanto repetirse, ese tipo de conteo trágico deja de ser noticia. Puede que sean inmensas tragedias personales o familiares, pero para el conjunto de la sociedad el fenómeno se ha convertido en un repetitivo mar de fondo, que resultaría aburrido si no fuera por lo dramático que resulta vivir en semejante situación.
Lo que deja claro esos casos –los que generan titulares internacionales como el de Spear y su esposo y los que pasan inadvertidos- es la insensatez de la violencia venezolana, donde muchas veces se mata por las razones más baladíes.
Asaltantes de camino
Las primeras investigaciones policiales indican que Spear y su esposo fueron víctimas de un modus operandi que usan comúnmente los asaltantes de camino en la Venezuela del siglo XXI: un obstáculo colocado en la vía que dañó el vehículo en el que viajaban por la autopista entre Puerto Cabello y Valencia, en el centro del país.
La versión oficial indica que forzados a detenerse y mientras eran asistidos por una grúa, se presentó un grupo de delincuentes y, por razones que todavía quedan por esclarecerse, dispararon contra la familia que se había refugiado dentro del vehículo.
Ese tipo de explosiones violentas aparentemente injustificadas por parte de personas armadas es común en Venezuela, donde a cualquiera que lo hayan robado o sometido a un secuestro express suele ufanarse cuando echa el cuento de que «no pasó nada», como si el trauma de verse despojado de sus bienes o de su libertad no fuera «algo».
La inseguridad es un problema que no distingue clases sociales: desde el potentado empresario, el obrero que regresa a su casa en lo alto del barrio pobre o una ex Miss Venezuela que pasa vacaciones en su país, pueden engrosar la lista de las más de 24.000 muertes que se produjeron en el país, según el informe del 2013 del no gubernamental Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV).
Las cifras oficiales, que por primera vez en diez años presentó el gobierno venezolano, hablan de un número menor pero igualmente alarmante: 16.000 muertos en 2012, un promedio de 43 por día.
Con esas cifras de espanto, no es extraño que en Venezuela cualquiera pueda contar alguna experiencia propia o de alguien cercano a quien le haya pasado algo con la delincuencia.
De tanto repetirlo se hace común, hasta que cae alguien como Spear, madre joven, actriz popular, y las compuertas de la indignación colectiva se abren, como ha quedado patente en los comentarios colocados desde el martes en redes sociales.
En el ensordecedor debate sobre el caso Spear interviene no sólo la preocupación y tristeza ciudadana sino la omnipresente polarización política que padece la sociedad venezolana.
Inevitablemente, el problema de la inseguridad se le achaca a la acción, o falta de ella, del gobierno que en 14 años de hegemonía «chavista» ha ensayado unos 20 programas policiales, con gran fanfarria pero sin demasiado éxito, a juzgar por el continuo crecimiento de las cifras de muertes violentas.
Con el argumento de que se trata de un tema que no repara en simpatías políticas, tras conocerse la noticia de la muerte de la actriz, el líder de la oposición, el gobernador Henrique Capriles, convocó a través de su cuenta Twitter al presidente Nicolás Maduro a trabajar conjuntamente para diseñar una política integral de seguridad.
Poco después, aunque sin hacer referencia a la invitación del líder opositor, el gobierno anunció una reunión de gobernadores y alcaldes para reforzar los planes policiales y de prevención del delito.
Los portavoces oficiales, al tiempo de lamentar la muerte de Spear y su esposo, también han pedido que no se use el caso como bandera política, porque saben que el de la seguridad es el flanco más débil que exhibe la gestión gubernamental.
Por tanto es el filón que mejor puede aprovechar la oposición para minar las bases de apoyo popular del gobierno, sobre todo considerando que los más afectados por el fenómeno de la violencia son los más pobres, que es justo donde se encuentra la mayor base de apoyo al chavismo.
Problema en crecimiento
Cuando en 1999 Hugo Chávez llegó al poder, se registraban unas 5.000 muertes violentas en Venezuela. Ya para ese entonces la inseguridad era un tema que llevaba décadas preocupando a los venezolanos que reconocían que la suya era una sociedad violenta.
Durante mucho tiempo la estrategia oficial fue achacar el problema a la creación de «matrices de opinión» interesadas cuyo fin era desprestigiar y finalmente derrocar la llamada revolución bolivariana.
Incluso se puso fin a la práctica de informar oficialmente sobre los índices delictivos con regularidad y hasta se cerraron las salas de prensa en las dependencias policiales.
Tras la muerte del líder venezolano en marzo de 2013, el presidente Maduro, cambió de estrategia y reconoció por primera vez que la inseguridad no es una «percepción» sino un problema real que angustia a los venezolanos, como indican todas las encuestas de opinión.
Maduro tomó la polémica medida de sacar el ejército a las calles en un nuevo plan de seguridad.
Para un visitante extranjero poco acostumbrado a ver soldados de verde oliva en las esquinas llevando terciados sus fusiles de guerra, la imagen dista mucho de tranquilizar y más bien parece hablar de un país en guerra, aunque claro está, no sea ese el caso.
Pero el número de caídos por armas de fuego, la profusión de bandas armadas y el estado de sitio en el que viven forzosamente muchos venezolanos, sobre todo en los barrios pobres, donde circular de noche puede ser una sentencia de muerte, refuerza la percepción de muchos de que viven una situación peor que la de la enguerrillada Colombia o países del Medio Oriente.
El fenómeno de la violencia luce imparable en el corto plazo. La experiencia indica que el escándalo generado por el asesinato de Spear quedará eventualmente opacado por otros eventos, hasta que quizá otro crimen notable vuelva a remover la indignación colectiva.